HORIZONTES DE REDES NOOSFERICAS

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lunes, 7 de julio de 2008

ARTE Y POESIA


Marc Chagall ilustra a Homero

Si nos atenemos a las obras más señeras de la literatura griega, como son La Ilíada y La Odisea, no cabe duda que los dos poemas homéricos representan los ideales de una sociedad guerrera y, a su vez, son el soporte ideológico de una sociedad heroica donde los seres humanos, especialmente el hombre, debe vivir con valentía y honor. Los héroes o protagonistas de esta poesía heroica han propiciado, a través de la literatura y las imágenes, una concepción del mundo y de la vida que los ha convertido en arquetipos o modelos dentro de la cultura occidental.

El héroe de los poemas homéricos no sólo se caracteriza por llevar a cabo múltiples hazañas sino por su “areté”, entendida como un ideal de comportamiento, valentía, hombría y virilidad. La “areté” es, además, una “virtud colectiva” en el sentido que la actuación del héroe conlleva valentía y honor de manera que estas virtudes se convierten en un legado para las futuras generaciones de guerreros. Asimismo, el guerrero también concibe la existencia como “agón”, es decir, lucha, crisis o ansiedad (de donde deriva nuestra palabra agonía) y era considerada como una virtud complementaria de la “areté”. Lo cierto es que esa concepción “agonista” fue propia del carácter militar y guerrero de los griegos y formaba parte de su sistema de valores donde el honor se limpiaba o se salvaguardaba mediante la lucha, aunque el derramamiento de sangre fuera inevitable o se perdiera la vida en el empeño. Estos ideales de comportamiento están presentes tanto en La Ilíada, la obra heroica por excelencia, como en La Odisea, con la diferencia que, en esta última, cobra una importancia especial la “metis”, es decir, la astucia o inteligencia práctica que permite a Odiseo enfrentarse a los múltiples contratiempos que se le presentan y salir victorioso en sus numerosas aventuras y batallas. De esta manera, la “areté”, considerada como fuerza o valentía se ve complementada por la “metis”, entendida como astucia o sagacidad, que a su vez refuerza la virtud heroica.

En gran medida, los ideales de la cultura griega y los del propio Chagall se ven claramente representados en los veinticuatro cantos de La Odisea. La estructura de la obra ha sido embellecida por el artista en base a sus litografías en negro y color. A través de ellas todo el pasado mítico retorna a nuestro presente para mostrarnos la epopeya del mundo antiguo, acompañando al “aedo” o poeta de la grecia arcaica, en su visión de la realidad, aunque hayan transcurrido innumerables milenios.

LA ODISEA: LOS XXIV CANTOS E ILUSTRACIONES DE CHAGALL
Los dibujos realizados en fuertes trazos negros sobre el fondo blanco del papel, definen el principio de cada canto y, a manera de rúbrica, complementan su final. Unas veces anticipan su contenido; otras, lo insinúan o refuerzan. Todos ellos están relacionados con el contenido de los respectivos cantos y narran con el singular lenguaje pictórico de Chagall los episodios y aventuras del héroe, que ayudado por los dioses y los mortales, consigue regresar a su patria, después de veinte años.

La Odisea fue escrita utilizando una métrica llamada hexámetro dactílico, formada por seis unidades o pies —dáctilos o espóndeos— que constituyen un lenguaje poético formal y elevado, propio de una poesía culta. En las diversas traducciones no se ha podido conservar esa forma antigua de versificación pero sí se han respetado enteramente los XXIV cantos homéricos. En la presente traducción al francés, la obra está dividida en dos volúmenes: el primero abarca desde el Canto I al XII y el segundo, desde el XIII al XXIV, acompañados todos ellos por las ilustraciones de Chagall.

Los primeros cuatro cantos del poema (del I al IV) conforman la primera parte conocida como Telemaquia donde se narra la situación de Ítaca ante la ausencia de Odiseo, el sufrimiento de Telémaco y la ansiedad de Penélope ante el acoso de los pretendientes que desean desposarse con ella. El Canto I comienza con la invocación del poeta a la Musa para que le relate cuál es el destino de Odiseo, “aquel varón de multiforme ingenio”, que no pudo regresar a su país después de la destrucción de Troya. En la Invocación a Homero, Chagall no sólo enlaza el final de la guerra con el inicio de la narración sino que se autorretrata con su paleta y sus pinceles frente al busto clásico de Homero. Alrededor, el caballo de Troya , los espectadores y los fuertes muros de la antigua Ilión, sirven de trasfondo al comienzo heroico de la historia. Desde el primer canto interviene Atenea, quien durante el concilio de los dioses exhorta a Telémaco para que parta en búsqueda de su padre. Después de reunirse con el pueblo de Ítaca (Canto II), Telémaco viaja a la isla de Pilos donde se encuentra con el rey Néstor (Canto III), quien no puede darle noticias de su padre. No es sino hasta el Canto IV que Telémaco llega hasta Esparta y conoce que durante muchos años, Odiseo ha sido retenido por la ninfa Calipso, que deseaba tomarlo por esposo.

Las litografías que acompañan a estos cuatro primeros cantos rebosan luz y color y la naturaleza es un espacio libre donde flotan dioses y mortales, entre los que se destaca de manera singular la figura de Atenea, especialmente cuando guía la nave de Telémaco (Canto II). La representación está llena de fantasía: una diosa más grande que la nave, peces que flotan en las aguas y vuelan en el aire como los pájaros, sirenas aladas, el Mar Jónico verde frente a un cielo azul, remeros y gentes a las orillas hacen de la escena heroica un escenario desbordante de magia. La misma figura de Atenea, donde domina el gigantismo encaminado a destacar su carácter protagónico, posee una fuerza y un magnetismo que la acerca a lo sobrenatural, sin que la escena pierda su tono heroico. El sacrificio de una novilla en honor a Atenea (Canto III) está más cercano al universo privado de Chagall, especialmente relacionado con los recuerdos de Vitebsk, su aldea natal, que a los grandiosos rituales del mundo homérico. En ella domina la cotidianidad y la única alusión propiamente griega es el templo que ocupa el ángulo izquierdo de la pintura. Aunque Chagall no se adhirió ni al Cubismo ni al Fauvismo, las dos corrientes más en boga cuando llegó a París, el colorido fauvista, brillante y subjetivo, sí está presente en su obra.

Las mismas tonalidades cálidas y festivas se pueden observar en la Fiesta en el Palacio de Menelao (Canto IV), donde compiten el rojo, el amarillo, el verde y el azul junto con las poses danzarias de los personajes. La escena, desprovista de la austeridad aquea y transformada mediante la luz y el color, recrea la hospitalidad griega dentro del oikos o casa donde el huésped es acogido con especial deferencia. La rebelión contra las leyes del realismo está presente en esta obra donde dominan el planismo y la ausencia de perspectiva. El regreso de Odiseo se inicia a partir de los cantos V al XII y aquí comienza la narración in media re. El canto V es ilustrado por Chagall a partir de Las Lamentaciones de Odiseo retenido por la ninfa Calipso. La escena que nos muestra Chagall revela un distanciamiento entre nuestro héroe y la ninfa, quien lo amaba sin ser correspondida. La composición en diagonal rompe con el planismo de las obras anteriores y Odiseo, sentado de espaldas a la ninfa, pone de manifiesto su desamor e indiferencia. Finalmente, a petición de Hermes, la bella Calipso consiente dejarlo partir para que pueda regresar a Ítaca.

Poseidón, dios de los mares y enemigo de Odiseo, hace que su balsa naufrague pero protegido por Atenea, logra llegar al país de los feacios donde tiene lugar su encuentro con Nausícaa, hija del rey Alcínoo (Canto VI). Chagall idealiza la escena y destaca la belleza de Nausícaa, “la de brazos de nieve y lindos ojos”, rodeada de sus doncellas frente a un Odiseo agotado tras el duro naufragio. El espacio verde y frondoso enmarca a la princesa y a sus esclavas de “hermosas trenzas”, creando una atmósfera llena de quietud. En contraste, Odiseo en el palacio de Alcínoo (Canto VII), entre higueras y olivos, es atendido por una esclava e invitado al banquete que se va a celebrar en su honor. Los tonos rosados y amarillos transmiten una sensación festiva, acorde con la bondad y hospitalidad de Alcínoo, rey de los feacios y su esposa Arete.

La estancia de Odiseo entre los feacios es recreada por el artista de diversas maneras, destacando dos episodios que están relacionados con la tradición oral de la mitología griega (Canto VIII). Lejos de concentrarse en los juegos organizados en honor a Odiseo, Chagall elige el momento en que, durante el banquete, el aedo Demódoco relata los amores adúlteros entre Ares y Afrodita para representar una escena amorosa sin erotismo ni carnalidad, muy lejana al encuentro pasional que tuvo lugar entre los dos amantes y que despertó la cólera de Hefesto, el marido burlado. Sin embargo, cuando Demódoco entona el canto en que relata como los aqueos salen del caballo de Troya y destruyen la ciudad, Odiseo llora conmovido, ante la sorpresa de Alcínoo. La lámina donde aparece Atenea y el Caballo de Troya, si bien no se ajusta totalmente al episodio homérico, simboliza la areté, la metis o astucia de Odiseo, quien ideó la estratagema del caballo, y la constante protección de Atenea hacia los aqueos. La masacre y el incendio de la ciudad no han sido representados y la única alusión bélica está concentrada en el guerrero que empuña una espada. En las dos láminas referidas al Canto VIII el color sigue siendo subjetivo: mientras que en el encuentro de Ares y Afrodita dominan las tonalidades rojizas, amarillas y verdes.

LA ODISEA, CHAGALL Y EL PASADO ÉPICO
Aunque los poemas homéricos no pueden considerarse como historia, son producto de ciertos acontecimientos históricos cuya veracidad ha sido comprobada. Los pueblos antiguos no escribían sobre las gestas heroicas de inmediato sino muchos años después y esta particularidad contribuye a la formación del mito, transfigurado mediante el paso del tiempo. Aunque el nombre de Homero sobrevive actualmente como símbolo, su autoría cobija dos grandes obras de la épica universal. Si La Odisea es muy posterior a La Ilíada, ambas son igualmente muy posteriores a la guerra de Troya y la tradición oral se encargó de transformar y mitificar los hechos acaecidos muchos años antes. Igualmente, Chagall está mucho más distante todavía. Sin embargo, a través del legado homérico logró compenetrarse con ese pasado lejano, recreándolo a través de su arte.

Chagall aunque aceptó las más sofisticadas teorías y prácticas artísticas de su tiempo —Expresionismo, Cubismo, Fauvismo— nunca se olvidó de sus años infantiles en el modesto pueblito de Vitebsk. Los temas de su niñez retornan como sueños y memorias: no le fue difícil, por lo tanto, recrear el regreso del héroe griego a su patria, entremezclando los episodios épicos y fantásticos con sus temas igualmente llenos de fantasía, donde los personajes vuelan por los aires y desafían las leyes de la gravedad. La Odisea, más humana y cordial que La Ilíada, encaja con el mundo cotidiano de Chagall y los simples placeres de una vida provinciana, que no deja de guardar cierta semejanza con la edad en que empiezan a formarse las primeras ciudades helénicas, donde la vida transcurre tranquila y comienza a hacerse más industriosa que guerrera. De esta unión entre la poesía y la pintura, Chagall ha logrado trasladarnos a un pasado épico donde quedan fijados tanto los ideales de la cultura griega como una concepción del mundo y de la vida que pueda servir de modelo a las generaciones presentes y a las del mañana.

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