La Luna Llena del 24 de agosto es una Luna Llena Virgo/Piscis, que es un momento muy favorable para la sanación. La energía de esta Luna Llena les concederá el poder de unir su mundo interior con su realidad física. Será un momento de elevada vulnerabilidad donde una percepción profunda emergerá de las profundidades de su conciencia, otorgándoles la capacidad de dar a luz compasión hacia ustedes mismos y hacia los demás.
Los eventos astrológicos que están ocurriendo desde junio del 2010 tienen una importancia extraordinaria para el futuro de la humanidad y del planeta. La energía es fundamental para el cambio de conciencia, y el 2010 parece ser un año donde las elecciones que hacemos y las acciones que tomamos tienen un poder y significado mucho mayor que lo que reconocíamos anteriormente. Estamos despertando al impacto y la influencia que tenemos sobre las futuras generaciones de nuestro mundo, urgiéndonos a ser responsables de nuestras acciones. Se nos está desafiando a actuar con nuestra mayor integridad y defender aquello en lo que creemos. Al alinearnos con nuestra verdad más profunda y actuar desde ese lugar, vamos a crear un mundo de verdad, compasión y amor, centrados en el corazón.
Tal como predijeron los Ancianos de las Estrellas, estamos en un enorme período de integración iniciado por las grandes alineaciones, los eclipses, el solsticio y las aceleradoras energías de los calendarios mayas. Los ciclos se están acelerando e intensificando a una velocidad exponencial. Mucha gente se siente agotada, y necesitamos dormir más y hacer menos. Muchos de nosotros estamos teniendo pequeños sustos relacionados con la salud en diversas formas. Estamos sintiéndonos emotivos sin razón aparente. Nuestros cuerpos están bajo gran presión para asimilar los impulsos energéticos de las olas tamaño tsunami de las frecuencias incrementadas de luz. El universo nos está pidiendo que reduzcamos la velocidad y estemos atentos a las órdenes de trabajo actualizadas. Si no vamos más lento y escuchamos, el universo encontrará la manera de obligarnos a hacerlo. Según los Ancianos de las Estrellas y lo que he leído en los calendarios mayas, se espera que esta integración continúe hasta finales de agosto, y luego repunte de nuevo brevemente entre el 1º de septiembre hasta el 10 de septiembre. Lo que suceda después tan sólo podemos especular ya que todavía no podemos concebir lo que ha cambiado. Todavía estamos integrando el nuevo territorio. Somos pioneros de un nuevo futuro.
El término labyrintho tiene procedencia pre-griega y se originaría en el término "doble hacha" que guarda relación con Cnosos, puesto que ése es un símbolo grabado en varias de las piedras aún existentes del palacio.
Guy Béatrice, en su artículo "El laberinto hermético", da cuenta que el término "laberinto" no procede del griego "labrys" o doble hacha de los aqueos que presidiera el palacio de Cnosos; ya que, agrega, "hacha" se dice "pelekys". "Laberinto" vendría de "labra/laura, esto es, "piedra", "gruta".
René Guénon también afirma que el origen de la palabra no estaría en "labrys", porque "labrys" y "laberinto" derivarían de un mismo término que designa a la piedra. Algo contrario opina Paul de Saint-Hilaire quien propone el etimológico significado de "nasa de pescador", siendo Teseo el pececito atrapado.
Borges, en conversación con R. Alifano, explica que el término 'laberinto' deriva del griego laberhnth, cuyo significado es "el principio de las ruinas, los corredores, ese largo edificio construido especialmente para que la gente se pierda en él." En "El inmortal", antes de que finalice la segunda parte, lo compara con la Ciudad de los Inmortales y se refiere del siguiente modo a esa ininteligible construcción:
Un laberinto es una casa labrada para confundir a los hombres; su arquitectura, pródiga en simetrías, está subordinada a ese fin. En el palacio que imperfectamente exploré, la arquitectura carecía de fin.
La idea reiterada por Borges del laberinto como edifico donde los personajes (conscientes o no de ello) buscan algo situado en el lugar más inescrutables e inaccesible, por ejemplo, 'el Hexágono Carmesí' de La Biblioteca de Babel. En estos ámbitos predominan la desorientación, la abolición o alteración de las referencias habituales de identificación, de sucesión, de distribución y de ubicación del tiempo y del espacio.
En El libro de los seres imaginarios, Borges comienza refiriéndose al Minotauro con las siguientes palabras:
La idea de una casa hecha para que la gente se pierda es tal vez más rara que la de un hombre con cabeza de toro, pero las dos se ayudan y la imagen del laberinto conviene a la imagen del minotauro.
A pesar de lo que tentadoras y múltiples lecturas autorizarían a sugerir, preferimos anteponer el laberinto de La casa de Asterión a cualquier otro tipo de laberinto diagramado explícito o no. Es por ello que las semejanzas o las diferencias se establecerán primordialmente siguiendo la línea que suponemos jerarquizada en el relato en cuestión.
Si trabajáramos el tema del laberinto en lo que refiere a la poética de Borges serían insoslayables algunos textos.
En "Eclesiastés 1-9", el laberinto constituye elemento clave en el trágico universo de la composición poética, cuya única solución es la muerte.
Los poemas "Laberinto" o "El laberinto" nos sugerirán tangenciales conjeturas de las que daremos cuenta más adelante. La cuestión del destino está planteada en ambos, de ahí que no sea ingenua la analogía propuesta. Los últimos versos del primer poema son:
Nos buscamos los dos. Ojalá fuera
éste el último día de la espera.
El poema "The Cloisters", parece explicar que en cuanto a posibilidades más nefastas, el laberinto, está en un nivel inferior al del sueño, allí se menciona el mismo laberinto de Cnosos.
El hecho de ver la Ciudad de los Inmortales es más terrible que el laberinto. Mientras que la primera es repugnante, el laberinto ve justificada su existencia en la operación de confundir a los hombres y simultáneamente de proporcionar un orden, pese a que el personaje pueda o no comprenderlo, por ello es preferible a la Abadía, a la ciudad de los Inmortales o al sueño.
Tanto en el poema como en la ciudad de los Inmortales, la atmósfera que sugiere la desorganización está dada en la ciudad o en el sueño, en el laberinto, en cambio, existe alguna distribución. En algunos textos de Borges el laberinto es el lugar del caos, el ámbito que contiene a muchas representaciones homólogas del caos, la muerte, las tinieblas, la enfermedad, el dolor, la ignorancia y la noche.
En Atlas (1986) en el capítulo "Laberinto", texto que ilustra una fotografía de Borges en el palacio de Cnosos en Creta, se refiere al palacio como si éste fuera el laberinto:
Este es el laberinto de Creta. Este es el laberinto cuyo centro fue el Minotauro (...) Este es el laberinto en cuya red de piedra se perdieron tantas generaciones, como María Kodama y yo nos perdimos aquella mañana y seguimos perdidos en el tiempo, ese otro laberinto.
Si el palacio de Cnosos representa al laberinto de Cnosos la autoridad que rige es dinásticamente la misma: Minos, Minotauro ... Así como el templo es la casa del dios, los dos recintos (el templo y el palacio) albergan a poderes gemelos y complementarios en los diferentes planos cosmológicos: los lazos son deliberados entre arquitectura y poder.
Unwin, personaje de la narración "Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto" texto que pertenece a El Aleph, encuentra conveniente esa versión para la solución del enigma planteado en el mismo:
Lo que importa es la correspondencia de la casa monstruosa con el habitante monstruoso. El minotauro justifica con creces la existencia del laberinto.(...) Evocada la imagen del minotauro (evocación fatal de un caso en que hay un laberinto), el problema virtualmente, estaba resuelto.
Lo que aquel niño intentaba como podía era recorrer la calle serpenteante de un colosal laberinto circular de 13 m de diámetro grabado sobre el pavimento. Su imagen es más que célebre en todo el mundo: ha adornado portadas de novelas, ha servido de modelo para diseñar joyas y hasta ha sido reproducida en camisetas, relojes o alfombrillas de ratón. De hecho, no existe otro como él. No sólo es el mayor dédalo jamás trazado en una iglesia gótica, sino el ejemplar más conocido de cuantos se grabaron en el suelo de las principales catedrales francesas.
¿Cómo no me había dado cuenta antes? Ese laberinto era el único símbolo que estaba fuera de lugar. En su libro, Charpentier apenas le dedica unas páginas. Pero allí estaba. Era un diseño adoptado del mundo pagano, inspirado por la leyenda minoica de Teseo, Ariadna y el Minotauro. En definitiva, una marca precristiana que Fulberto o sus seguidores debieron de introducir en la nave principal por una buena razón. ¿Cuál?
–"¡Ah! Mira usted el laberinto..." –la madre del chiquillo se colocó a mi lado y murmuró algo en inglés. Éramos los dos únicos que contemplábamos el suelo en lugar de admirar las espectaculares bóvedas de Chartres–. "¿Sabe? He leído en algún lugar que los antiguos lo llamaban 'la legua de Jerusalén'. Es curioso, ¿verdad?" Asentí. En París a nadie se le habría ocurrido dirigirse a un desconocido en una iglesia. Allí, en cambio, la ausencia de turistas invitaba a la charla.
–"Le pusieron el nombre aquéllos que en la Edad Media no podían permitirse el lujo de peregrinar a Tierra Santa–le expliqué–. En lugar de emprender un camino de 10.000 horas de marcha, recorrían de rodillas esta 'legua corta' y creían obtener la misma satisfacción espiritual que si hubieran alcanzado Jerusalén."
–"Jerusalén, no"–replicó mi anónima amiga con una gran sonrisa. Era una mujer de rasgos blancos y mirada azul, casi como la famosa Madonna del vitral de Notre Dame de la Belle Verriére, situado a pocos pasos de nosotros–. "Lo que alcanzaban aquí era el cielo mismo, la Jerusalén celestial. ¿O es que no sabe que en la Edad Media el cielo se representaba con un círculo?".
Por un momento tuve la sensación de que aquella mujer me estaba examinando. ¿Había mencionado la "Jerusalén celestial"? ¿La ciudad de la que habla el Apocalipsis y que descenderá sobre la Tierra al final de los tiempos?
–"Ahora, por desgracia, ya casi nadie lo recorre–se lamentó–. Sólo despejan el laberinto de sillas algunos viernes después de Cuaresma... Pero no es suficiente. Viene gente de todo el mundo para recorrerlo y muchos se van sin poder hacerlo." –"Ha mencionado usted el símbolo del cielo, ¿verdad? –quise interrogarla– ¿Quiere decir que este laberinto representa el...?"
No pude continuar. Y bien que me sorprendió. La madre había tomado a su hijo del brazo y se alejaba hacia la salida sin despedirse siquiera de mí.
Durante unos instantes me quedé embobado viéndoles marchar mientras decidía si quedarme o no un rato más examinando el laberinto "oculto" bajo las sillas. Miré el reloj. Las tres. Y de repente –como llevado por la misma fuerza que arrastró a Louis Charpentier hasta allí en 1965– recordé algo que había leído sobre el lugar y sus misteriosas ventanas policromadas: que cada día del año, alrededor de esa hora, el Sol pasaba puntual frente a las vidrieras del Pórtico Real inundando su nave principal de vivos colores. En una jornada despejada como aquélla el espectáculo podía ser soberbio. A fin de cuentas, Chartres es la única catedral del mundo que conserva intactos sus vitrales originales. Son 166 y ocupan una superficie de más de 2.600 m² de imágenes ensambladas en plomo que están tintadas con su peculiar –y alquímico– azul cobalto. Un tesoro único, de un valor incalculable, testimonio de una época perdida para siempre.
Lo pensé sólo un segundo. Si Louis Charpentier hubiera estado allí, esperaría sentado la llegada de ese momento. ¿Descubriría algún otro "milagro de la luz"? ¿Qué podía perder si aguardaba unos minutos más junto a la "legua de Jerusalén"?
MILAGRO A LAS TRES
No iba a aburrirme. Estaba ante el mayor laberinto de su especie –para completarlo, el niño que me lo descubrió habría tenido que caminar unos trescientos pasos– y también frente al más antiguo que se conserva. De cuando en cuando, echaba un vistazo al corazón vacío de su impecable diseño geométrico. Su centro estaba justo en el eje del templo. Tenía la forma de una gran flor de pétalos lobulados. Y yacía olvidada justo en medio del pasillo principal.
En ese momento un familiar cosquilleo en el estómago me puso en guardia.
Al principio me pareció extraño. Afuera el Sol declinaba ya frente a la fachada oeste de la catedral iluminando el Pórtico Real. Pero dentro el grupo de tres ventanas que se encuentran bajo su imponente rosetón proyectaba la imagen de sus vidrieras contra el suelo. Lenta pero inexorable, la escena que coronaba la ventana del centro avanzaba poco a poco hacia el corazón del laberinto. Milímetro a milímetro. En silencio.
La sensación resultó turbadora. Lo que la lisa piedra del suelo reflejaba era la imagen de un vitral que narraba la vida de Cristo. Más tarde supe que se trataba de uno de los más antiguos del templo, que fue diseñado antes incluso del incendio que en 1194 dio pie a la edificación de la actual catedral y que fue emplazado por los seguidores del obispo Fulberto allí mismo. Esa ventana tiene once metros de altura y alberga veintinueve escenas de la vida de Jesús: desde la Anunciación del arcángel Gabriel a la Virgen a la persecución de Herodes, la huída a Egipto o el bautismo de Jesús en el Jordán. Todas ellas, escenas del Nuevo Testamento. Pero era la representación más grande y alta del vitral, de unos dos metros de alzada –el doble que el resto–, la que más llamaba la atención.
Poco a poco, inexorable, avanzaba por el pasillo central de la catedral, encabezando todas las demás. Se trataba de una magnífica imagen de la Virgen enmarcada en una mandorla (o marco almendrado) azul, que sostenía dos cetros amarillos en las manos, con el niño en el regazo y coronada.
De hecho, como si el artista que sopló aquel vidrio hubiera querido subrayar su valor astronómico, la imagen de la Señora aparecía flanqueada por un Sol y una Luna. Y todo ello se proyectaba con claridad meridiana sobre los adoquines de piedra de la catedral.
Si hubiera sido el 15 de agosto, todo habría encajado a la perfección. Pero era el 22. Y, aunque el calendario litúrgico católico conmemora ese día la festividad de Santa María Reina de los Cielos –¡advocación más que oportuna para una Señora con dos cetros!–, esa celebración no fue instaurada hasta después del siglo XV. Por tanto, hacia el año 1220, cuando Chartres fue terminada, el 22 de agosto tan sólo era el día de San Fabricio.
¿Tenía alguna explicación semejante desfase de una semana en la que yo suponía la alineación perfecta entre la vidriera y el laberinto? Los Ketley-Laporte la encontraron. El error no estaba en la alineación en sí, sino en el calendario. El asunto merece una explicación: más de trescientos años después de terminarse las obras de la catedral de Chartres, el papa Gregorio XIII decidió modificar el sistema de cómputo del tiempo que regía a la cristiandad desde la época de Julio César. Se dio cuenta de la existencia de un serio desfase de no menos de diez días en los cálculos astronómicos del año, lo que causaba serios problemas a la hora de marcar el inicio de la Semana Santa, una fiesta móvil que establece siempre el domingo de Pascua justo después del primer plenilunio tras el equinoccio de primavera de cada año. Así pues, el papa Gregorio decidió "borrar" diez días de la Historia. De la medianoche del jueves 4 de octubre de 1582 –en el calendario juliano– se saltó a la madrugada del 15 de octubre en el nuevo sistema calendárico.
Diez días, pues, "perdidos". Casi los mismos que separaban el 15 del 22 de agosto. Casi. Pero, en este caso, hasta ese "casi" tiene su explicación.
En el siglo XIII el desfase del calendario juliano debió de rondar sólo una semana. Así que, restando al 22 de agosto el equivalente a los siete días corregidos por Gregorio XIII que definen nuestro calendario actual, la fecha en la que en 1220 entraba el reflejo de la Virgen de la Vidriera en el laberinto era, exactamente, ¡el día de su Asunción a los cielos! Ahora sí, todo encajaba. El laberinto cumplió, pues, una función de primer orden en aquel lugar, marcando una vez más su estrecha relación con lo celestial, lo divino. Ese reflejo del vitral de la Virgen ingresando en el centro del laberinto es un símbolo de la llegada de Nuestra Señora al Reino de los Cielos, el dédalo de Chartres es toda una "puerta cósmica". Un prodigioso mecanismo simbólico cuyo significado se olvidó con los siglos, pero que, ajeno a nuestra ignorancia, sigue cumpliendo con la preciosa función para la que fue diseñado en época de templarios, griales y tablas redondas.
Odiseo nunca regreso a Ítaca. Por lo menos no a la misma de la que partió. Sin embargo, supo hacer de cada escala una nueva morada. En cambio Penélope, sin salir jamás de su isla llegó más lejos, y estuvo presente en sitios innumerables: escenarios varios para un mismo reencuentro, construidos de pura añoranza.
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Al cabo del tiempo Odiseo, sofocado de tedio, quiso volver a viajar. Y para evadir familiares reproches, escapó disfrazado: recorrió mundo y tiempo, en la figura de Dante, Fausto, Alonso Quijano, Karl Rossman o Leopold Bloom. A la postre, tuvo nostalgia; empero, era demasiado tarde: Ítaca por su parte, había partido también. En su lugar había un lugar extraño y desconocido. Jamás regresó.
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